martes, 9 de junio de 2015

Los cuentos de miedo: conjuro contra los terrores cotidianos.

Virginia Imaz
“El miedo del hombre ha inventado todos los cuentos”
León Felipe
 Cuando narramos cuentos a un auditorio infantil, quienes contamos, nos confrontamos en algún momento de nuestra práctica, con la cuestión de la idoneidad de los relatos elegidos para cada edad, en relación al miedo. Es cierto que hay cuentos tradicionales como “Las asaduras”, “Piel de Asno”, o “La Casita de Chocolate”, por citar sólo algunos ejemplos, que invitan a viajes que pueden aterrorizarnos, ya que conjuran nuestro miedo a la muerte, a los abusos sexuales intrafamiliares, a que nos devoren o nos abandonen, entre otros temores… Precisamente por eso nos gustan y necesitamos oírlos o leerlos.
Los tiempos modernos adolecen de dos prejuicios bastante extendidos, en relación a la narración oral: por un lado, creer que los cuentos son sólo para la infancia, y por otro –y como consecuencia del primero– de un exceso de paternalismo. Hay que proteger a los niños y a las niñas de la angustia y el miedo que provocan algunos cuentos.
Los miedos infantiles, y los miedos adultos también, han existido desde siempre. Tradicionalmente no resultaba sorprendente que la gente adulta se divirtiera con estos miedos infantiles, jugaran a esconderse para que las criaturas creyeran estar perdidas, o les asustaran con el “coco” o “el hombre del saco”… para conseguir que les obedecieran. Afortunadamente, la educación ha cambiado mucho, y padres, madres, profesorado y personas cuidadoras, en general, preferimos no asustar a los niños y a las niñas. Cuando menos no nos mueve el sadismo. Sin embargo, los miedos infantiles aparecen incluso en la infancia más protegida, la más cuidadosamente mantenida fuera de peligros, de situaciones hostiles y de toda información traumatizante. ¿De dónde vienen entonces estos miedos?
Es conveniente recordar a este respecto, que el miedo es inherente al ser humano. De hecho, es una emoción primaria, fabulosa. El miedo es protector. Es un amigo. Estamos con vida, gracias a que nuestros ancestros y nuestras antepasadas tuvieron miedo –y sí, también rabia– cuando tocaba. El miedo les ayudó a tomar precauciones, les hizo esconderse o huir y todo ello les ayudó a sobrevivir, así que el miedo es una bendición. Una persona mamífera saludable, tiene entre 8 y 20 miedos potentes cada día… Eso dice la ciencia, al menos, aunque yo no llegue a adivinar cómo hacen para saber este tipo de cosas. Pero el hecho es que ante un cómputo de amenaza, real o imaginaria, latente o explícita, se activa en nuestro interior, este prodigioso mecanismo de defensa.
Así que todo el mundo tenemos miedos, todo el rato, a cualquier edad. Y necesitamos expresarlos. Ex/presar: sacar lo que está preso dentro. Pero, en esta cultura al menos, no tenemos permiso para expresar nuestras emociones biológicas. Ninguna. Aunque en esto, como en todo, exista también un sesgo de género importante y podamos consensuar que, históricamente, los hombres han padecido una mayor censura en la expresión del miedo en público y las mujeres en la expresión pública de la rabia.
La censura de todo tipo y muy particularmente la censura emocional, nos envenena. Los miedos que no externalizamos se quedan dentro y su toxicidad es tan alta, que cuando “protegemos” a los niños y a las niñas de los cuentos de miedo, en realidad podríamos estar invitándoles a enfermar, dándoles la errónea impresión de que, la gente adulta, no conocemos el miedo y de que, si tienen miedo, hay algo que no está bien hecho en su interior, que no son adecuados o adecuadas por sentir lo que sienten. O al contrario, pueden detectar que tenemos tanto miedo al miedo que necesitamos evitar su mención a toda costa. En ambos casos la angustia está servida.
J. Held, siguiendo a Freud y a Piaget dice: “Existen temores que el niño busca, pues le dan seguridad. Así como el juego del escondite cura al niño del temor físico, así los cuentos lo curan de una angustia más compleja. Por ello, es beneficioso que un niño vea proyectados, en forma de ficción literaria, sus propios temores o angustias, pues los efectos de lo fantástico están siempre más en función de una atmósfera dada que de los aparentes temas explícitos (no es lo mismo contarCaperucita con un tono serio que con un clima de humor) ”.
Esto nos lleva a otro aspecto de este tema: el miedo, más que del propio cuento, depende de la actitud de quien narra y de la atmósfera que crea con su modo de narrar. En este sentido, a mi manera de ver, habría que trabajar, más incluso, en la manera de contar un cuento, que en la selección del mismo.
Por otra parte la narración oral, habitualmente realizada en colectividad, trae los dones inmensos de poder escuchar en grupo. Lo que alivia enormemente la tensión, proporcionando compañía y refugio. Mientras que quien cuenta, con su voz, con su mirada, con su tono… puede ofrecer la seguridad necesaria para completar el viaje aunque asuste. Quien narra oficia de guía en ese periplo iniciático que constituye todo cuento poderoso. La parte pre-consciente de quien escucha sabe que puede confiar: quien conoce la historia regresó para contarlo…
En alguna rara ocasión, contando cuentos para la gente más menuda, algún niño o niña se ha puesto a llorar de miedo. La tentación por parte de la persona adulta que lo acompaña es llevárselo fuera, “salvarle” de sus emociones. Mi recomendación pedagógica sería justo la contraria. Si tiene miedo conviene que se quede a escuchar hasta el final del cuento, que complete el viaje. No hay nada peor que un miedo abierto, sin resolución sanadora. En ese momento, la persona que cuida puede tomar en sus brazos a la criatura, acariciarla, abrazarla, decirle con su piel que no está sola, que está a salvo, que todo acabará bien y acompañarle amorosamente en la escucha de la historia.
La pertinencia de contar cuentos de miedo se ha ido haciendo más y más patente en mi práctica como narradora. Mi experiencia es que, en la medida que las criaturas van creciendo, su demanda se hace más y más insistente: ¡Un cuento de miedo…! ¡Cuéntanos un cuento de miedo…! ¿Qué ocurre? ¿Acaso desean pasar miedo? En realidad lo que anhelan, lo que necesitamos todas las personas es liberarnos de él.
El miedo que conjura un cuento es necesario para experimentar la realidad sin riesgos, para aprender a reconocer las bondades y los peligros del mundo. A través de los cuentos una criatura se puede identificar con la o el protagonista y, de este modo, siente al empatizar una tensión y ansiedad crecientes que se liberan en el desenlace, incluso aunque éste no sea un final feliz. Luego, una vez conocido el cuento, a menudo le gusta oírlo una y otra vez, y la emoción siempre crece y se resuelve, aunque puede que con matices distintos. Es así como las personas vamos interiorizando los conflictos planteados en un cuento y accediendo a las soluciones que ha ido encontrando el imaginario colectivo a lo largo de los tiempos. Tener acceso a situaciones imaginarias peligrosas o conflictivas y saber cómo “otra persona” las ha afrontado, constituye un inventario de instrucciones preciosas y precisas para la vida.
En mi opinión, hablar de cuentos de miedo sería además, una redundancia. Todos los cuentos lo son o deberían serlo. Un cuento es poderoso si conjura de manera rotunda alguno de nuestros temores. Desde que los seres humanos inventaran los primeros relatos orales de la historia hasta la actualidad, la literatura –oral o escrita– siempre ha estado ligada de forma implícita o explícita a nuestros miedos.
Escuchar y leer cuentos es un conjuro. El mejor antídoto que existe contra los diferentes miedos que tenemos: a crecer y a envejecer, a morir y a vivir, a ser diferente y también a ser como todo el mundo, a ser castrado o mutilada, a que nos devoren o nos abandonen; miedo a la ignorancia, al amor y al desamor, al caos, a la enfermedad o a la locura… En todas las culturas del mundo hay historias que nos hablan de personajes indefensos, perdidos, abandonados o asustados y de los depredadores y peligros que los acechan. Estos héroes, estas heroínas, son valientes no porque no tengan miedo, que lo tienen, sino porque teniéndolo, siguen adelante. La narración oral nace del miedo y actúa como un exorcismo.
La tradición oral nutre la cultura y la historia de los pueblos haciéndose eco de estos espantos que nos persiguen y agobian a través de las pesadillas que padecemos tanto en los sueños como en la vigilia. De hecho los cuentos hablan con el mismo lenguaje simbólico de los sueños. Vladimir Propp parece defender que el cuento de miedo, como tal cuento, nunca puede ser realista. Un cuento de miedo no supone, en realidad, más que un intento de recrear con fines catárquicos esos mundos oníricos con todo lo de estrambótico y siniestro que contienen. Y como con los sueños, los cuentos se acaban al “despertarse”.
Nacemos con miedo. Y los personajes monstruosos y las situaciones terroríficas de los cuentos tienen un papel indispensable en nuestro desarrollo: nos permiten dar forma a nuestras angustias, materializar nuestros desasosiegos y en consecuencia, librarnos de ellos. Siguiendo a Bruno Bettelheim: esto se debe a que en los cuentos “toman cuerpo de forma simbólica los fenómenos psicológicos internos”.
En la misma dirección, el célebre escritor estadounidense de terror, Stephen King, en su largo estudio “Danza macabra” comparte: "¿Por qué motivo van a sacarse de la nada cosas horribles, cuando hay tanto horror real en el mundo? La respuesta parece ser que inventamos horrores para ayudar a hacer frente a los reales."
Ahora bien, no hay dos criaturas iguales. Algunas son más impresionables que otras. El terreno emocional previo sobre el que sembramos un cuento varía enormemente de una criatura a otra y en ocasiones puede desvelar alguna patología. Cuando el miedo que el cuento conjura, no ha podido actuar de estímulo y organizador de la psique del niño o de la niña, la situación puede revertirse en un daño que precise de ayuda especializada. Aunque los cuentos ayudan a distinguir entre la realidad y la ficción, algunas criaturas tienen enormes dificultades para realizar este proceso y pueden sumergirse tanto en la falta de conciencia de un peligro real como en la angustia de amenazas sin fin y por doquier.
Así que como narradora estoy muy interesada en conocer estos límites, en ofrecer un entorno seguro con finales sanadores y, sobre todo, en acertar con el miedo correspondiente a cada edad y si me es posible, a cada grupo humano.
Siguiendo a Lowen, el divulgador de la bioenergética, y aunque a lo largo de la vida estos miedos se manifiestan de manera diferente en graduación, matices y motivos, parece que los seres humanos experimentamos cinco tipos de miedos fundamentales:
  1. Miedo a ser aniquilados/as, a nuestra destrucción e diversos niveles. Miedo a la muerte.
  2. Miedo a ser aplastados/as. Simbólicamente cuando la gente que nos cuida, nos quiere mucho, pero nos exige mucho.
  3. Miedo a ser castrados/as, estos es, no sólo físicamente, también a nivel emocional cuando nos sentimos limitados/as en alguna parcela de desarrollo personal.
  4. Miedo a ser abandonados/as por la gente querida y que ha de cuidarnos. Miedo a perdernos. Miedo a perder a quienes amamos.
  5. Miedo a ser manipulados/as, a sentirnos obligados/as a hacer algo que no haríamos por propia voluntad.
Yo he ido encontrando, según las edades, momentos de eclosión específicos de estos miedos que aunque nos acompañan a lo largo de la vida, se manifiestan de manera diferente en graduación, matices y motivos. Por ejemplo, en la infancia temprana, el miedo a la pérdida de lo que sustenta la vida, a la desaparición de la figura de apego, a menudo la madre, a la separación, alteraciones drásticas en el entorno: ruidos inesperados, cambios bruscos en la luz, a la gente o los lugares desconocidos…
Más adelante el miedo a la separación se concreta en el miedo a perderse o a que nos abandonen, a estar solo, el miedo a la oscuridad.
Y también está extraordinariamente activo, el miedo a ser devorado o devorada. La gente adulta nos acercamos a las criaturas de 3 a 5 años a menudo diciéndoles: "¡Ven que te dé un mordisquito…!" "¡Uy… es que te voy a comer a besos…!". Los niños y las niñas se ríen ante nuestras expresiones de afecto, pero seguramente se preguntan qué pasaría en época de carestía, mientras que se les activa el miedo ancestral de la humanidad de ser devorada. Si además, de repente, a una señora del entorno o a la propia madre se le pone una barriga enorme y cuando la criatura pregunta qué le pasa, le decimos que tiene un bebé dentro, la ansiedad se dispara. Los seres humanos hemos servido como comida para un montón de depredadores, incluidos otros seres humanos, y nos lo hemos comido casi todo en la cadena alimentaria. Nuestras memorias antiguas necesitan de cuentos como Los siete cabritillos y el loboLa Caperucita Roja o Los Tres Cerditos, etc., verdaderos bestsellers de la oralidad.
Aparecen también, progresivamente, los miedos a los monstruos, a los depredadores de toda índole porque el miedo a que nos devoren es además un miedo que puede darse en varios niveles. No sólo el físico. También cuando nos sobreprotegen, “devoran” nuestros intentos en pos de la conquista de autonomía. O en el nivel emocional ser devorado/a pasaría por tener miedo a que la figura de apego se enfade y a perder su amor. Estos miedos, en relación a perder el amor o aceptación de quien amamos y a ser o no capaces de algo, en la conquista progresiva de autonomía, nos acompañan toda la vida, pero a veces regresan con una fuerza inusitada en la adolescencia.
Con la conquista de autonomía se va ampliando el mundo. En casa se percibe el impacto relacional que tienen los demás hermanos y hermanas. Y en el colegio hay que aprender a aceptar que sólo somos uno más. Uno o una más entre iguales muy diferentes. Muchos miedos típicos surgen en este momento como consecuencia de los sentimientos de celos y rivalidad: miedo a los ladrones, a secuestradores, a que les pase algo a los seres queridos o a una misma.
También se presentan los miedos que surgen, de nuestra falta de competencia emocional o relacional, a la hora de establecer y mantener los vínculos afectivos.
Según vamos creciendo la predilección se orienta por los temas tabú (lo escatológico, el sexo y la muerte, principalmente), por las transgresiones, así como el miedo provocado por lo inesperado amenazante y por todo aquello que no sigue las leyes físicas. Y por supuesto, se va acumulando el terror que provoca el recuerdo de experiencias traumáticas. Y esto sólo por citar algunos ejemplos.
A modo de conclusión: El miedo cumple una función evolutiva y está al servicio de la vida. Es “buena gente” y los cuentos de miedo nos ayudan en todo tipo de tránsitos vitales. Y aunque los cuentos puedan ser el detonante, no son realmente los que “dan” miedo. El miedo ya está. Ya estaba. El cuento sólo lo destapa para que podamos enfrentarnos a él, sin riesgos, en el entorno protegido que ha constituido, desde el comienzo de los tiempos, el fértil imaginario colectivo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario